Albert,
así dijo que se llamaba; quién hasta hace un momento, había escondido su nombre
detrás de un alias de incierta ortografía y coherente excusa para ello, y eso
era todo lo que alcanzaba a saber de él.
Tampoco tenía rostro, ni edad, ni voz ni procedencia; solo un presunto
nombre. Y digo presunto porque nadie está obligado a dar el verdadero durante
una fogosa fechoría moral de auto satisfacción sexual en la web.
Me parece curioso cómo se despejan
los caminos para entrelazarse y coincidir aún cuando disten con miles de
kilómetros, y circunstancias y de pronto allí dos, juntándose. Así fue como
llegamos, en medio de la algarabía intrínseca de las redes sociales y sus
genios, con posiciones ante la vida y sus temas más fundamentales absolutamente
contrarias, en todos los sentidos y sin embargo, a manera de hacerle honores a
la física y sus leyes, nuestros polos inmensamente opuestos se sedujeron con
solemnidad, deviniendo en el nacimiento de una indecible y peligrosa
complicidad. Difícilmente podría referirme a la tibia atmósfera que me cobijaba
y que pienso que a él también. Era extraño lo cómoda que me sentía y puede que
caiga en algún cliché diciéndolo pero incluso estando al otro lado de la
conexión, me parecía estar frente a frente con la confianza que solo se
consigue a lo largo de los años. Sí, me parecía conocerlo de toda la vida, de
otras vidas, de otros tiempos, de siempre.
En medio de la lujuria
masturbatoria, no sentía a mis dedos tocándome, sentía los suyos y sentía su
boca resbalando por mi cuerpo. No sentía distancias ni existían extraños, en la
habitación oscura de la fantasía, se
hallaban dos personas bailando en una pista conocida con pasos espontáneos que
sabían de memoria, jugando a algo muy parecido al amor cuando sus piernas
rozaban y marcaban el un, dos, tres y un orgasmo.
<¿Qué signo eres?> Preguntó, rompiendo el hielo que instantáneamente luego de que dos desconocidos acariciaran sus lugares secretos, se
crea. <Sagitario>, contesté y él aseguró que no podía ser casual. El aries
dominante suponía un – nosotros- y a mí que siempre me habían sobrado los
plurales, este contenía un irracional y loco palpitar de mi corazón.
Escribiendo letras aleatorias solo para no permitir que se terminara nuestra
conversación, descubrí que afirmaba con veinte años más que los míos, también
que es aficionado del horóscopo dominguero y que por guayanés, podría retratar
su alma si pintaba ríos y caminos de campos verdes e infinitos con la
majestuosa voz de Axl Rose puesta de fondo.
Despedirme esa noche, fue un auténtico naufragio sin
rescate. Deseaba poder terminar aquel 21 de Enero uniéndolo con el siguiente
22, fingiendo no tener por costumbre abrir la puerta en cuanto termina el show,
porque esta historia perduraría. Disfrutando de despojarme de la tradición de
guardarme los labios sino es amor, porque lo sería. Delirando en su cuerpo
hasta dormir. Pero independientemente de lo que quisiera, debía volver del
pecado. No había espacio para besos despacio, no lo conocía y la magia de
haber estado vivos durante un urgente presente, no debe arruinarse con lo
inútil de cruzar la línea al atropello de quererse vestidos.
Pese a mis intentos por mantenerme a salvo en la calle del
-no te quiero querer-, Albert cruzaba buscándome con sonrisas infames que no entendía,
removiendo mis desordenes, acercándose seguro de sí y de un nosotros utópico,
condenado al fracaso de la ficción por el anillo presumido que me cobraba los
anhelos de un pasado mañana junto a su dueño. <No me gustan las
mentiras. Me gustas y debo confesar que soy casado> Dijo el ajeno. Y
quizá pude echar los pasos a andar en retirada, pero tenía el deseo hipotecado
en sus manos. Mordí el anzuelo y me mantuve en su acera, una sala de espera sin
esperanzas. Albert, sin rostro y sin voz, huracán en mi calendario. Aún
desconozco que me hizo detenerme en la insolencia de quedarme, pero esta era
una de esas mentiras que ganan juicios a la desafinada razón.
Un mal día, él
desapareció. Un lunes de marzo recuerdo. Me guiñó el habitual saludo en MD de
por las mañanas <Que tengas feliz semana mi mamigabby> Dijo, sin
anticipar adiós alguno. Y de vista le perdí. No volvió a contestar a mis
mensajes. Me asomaba cada cuanto por la ventana de twitter pero no se iluminaba
mi buzón. Tal vez era solo neón, pensé. Y admito la decepción, estaba ahogada
entre dos puntos suspensivos porque no
parecían sobrar motivos para una repentina despedida, sobre todo cuando era él
mismo quién se lanzaba a lo inseguro de
sentir. Tal vez era solo un turista, pensé. Y a mí me había cautivado la idea
de volverme un destino suicida. Pero un
buen día él llegó a sanarme Abril y digo sanarme porque el mes me traía años de
heridas abiertas. <No me odies por favor> Dijo. ¿Cómo podría
odiarle si que volviese me estaba haciendo feliz?
Patriota, nacionalista y comunicador, un poco cursi y
bastante sexual, conquistador decidido a romper mi coraza y mis fuertes con su
voz ahora explorada, para ser ese –con quien- todo quiera al final de cada
jornada. <Fotografié a un
congorocho verde que hallé en mi casa cuando pensaba en ti> me contó, y
caprichoso el azar empeñado en hacer poesía a costa nuestra, esperando un
cambio en el semáforo tres tardes después brota sutil en mis pies uno igual
como si acaso hubiese cruzado las trescientas sesenta y dos millas que nos
separan haciendo de si un enviado mensajero, tocándome el corazón que se trae
por defecto, avisando que demasiado tarde ya era para creer que tenía la
voluntad atada todavía a mí. Sucumbiendo así al drama de no ser ni estar seguros
pero esperarnos, despojándonos de la confusión entre amor y legalidades,
tanteando el espacio a ciegas por creer que existen destinos y casualidad. Por creer que en almas también se hace el
amor.
Entre los versos de Benedetti pensé que había conocido la emoción,
entonces él, en una libreta escribió un jardín de cariños para mí y confieso
que todos los grandes perdieron sentido. Una egoísta, adicta a la cómoda
soledad y carente de empatía, se rindió en silencio ante uno de esos amores que
no mueren y que matan.
<Quiero decirte que te amo sin
remordimientos. ¿Quieres ser mi novia?> Dijo un domingo 24 de junio.
Nunca supe tan poco y tanto como en aquel momento. Me asfixiaba desde hace
tiempo la negación absurda de este amor que ardía sin pudor dentro de mí.
Incluso si no era lo correcto, incluso si no sabía en qué dirección iría, si
el tiempo era tarde, si en lo más profundo de mi amor no pasaría jamás de su
cuerpo o si me asustaba cuanto me quemaría al final por ello <Si.
Quiero. ¡Te amo!> <¡Te amo!> <¡Te amo!>
Cualquier otra respuesta habría sido un molesto zumbido sobrante. Lo amaba y
moría por gritarlo. <¡Te amo!>
Que ganas de reconocerlo, de hacer inventario de cada
uno de sus lunares. No lo había visto en
18 años e irónicamente solo podía encontrar la vida en sus pupilas. Convertido
en un eco de lluvia permanente en mis pensamientos, mi oBeja negra. Si, oBeja,
porque oVeja con V ya estaba tomado por algún otro usuario de twitter.
Cada
noche terminaba con la misma pregunta <¿Cuándo te veré?> y cada
noche, la misma respuesta: el pronto más lejano de mi historia. Yo que siempre
estuve en paz con mi soledad, hoy me echaba a la agonía exagerada de extrañarlo
por las madrugadas.
<Algún día, de viejo, me acordaré de ti y sonreiré
por haberte amado como quinceañero embelesado> decía. Enmudecida para
oír el perfume de como la casualidad nos traía para no ser, admito el dolor
perpetrante que invadía mis sueños, pero de a poco comprendía que la vida canta
la transitoriedad de todo. Él era tan hermoso, después de haber besado una
eternidad de labios buscando los suyos que sigo sin conocer, estaba segura de
que lo había encontrado aunque fuere por un momento. Me imaginaba besándolo
cien veces antes de besarle. Me encantaban sus ojos.
Llamenlo locura pero
habría dado mi vida por conocer la de él. Tenía grabada su voz en mi tímpano y
sonaba cada vez que era insoportable el extrañarlo, que se volvía cada vez mas
frecuente y relativo según fuera de día o de noche y pasaran los meses. Tenía
tatuado su acento en la cuenta que perdí de las maneras que existen de un –por
fin- y un –contigo- junto a él.
"Por ti, Libélula encantada, he
recobrado el mundo mágico del amor. Por ti ha renacido la esperanza. Por ti soy
ahora un bienaventurado. Me has hecho sentir que mi alma dormía en la profunda
soledad del cuerpo. Me has devuelto el don perfecto de la poesía, que ha
crecido como una rama de música para cantarte, para seguirte por el cielo
inconcebible de nuestro amor"
Me sobraban sentidos para sentirlo, mis
cicatrices se hicieron diminutas después
de que su encanto hubiese recobrado para mí el mundo mágico del amor. Me
escribía poemas y en el intento de regalarle el cielo me daba cuenta de que no
existía mejor verso que conjugar el futuro con verbos en presente, presentes a
su lado.
Nunca nadie había conseguido tales cosas en mí y no
imaginaba que pude haber hecho para despertar en él las palabras más bonitas y
ajenas con las que jugase a encontrarme en un rinconcito pequeño de su café por
las mañanas. No imaginaba quien podría ser yo para que se me hubiese permitido
tantas cortas horas en las que no me canso de escucharlo hablar. Era suya y aún
no lo conocía y el aire me traía su olor haciéndome inventar colores para
pintar su piel. Mi intenso carrusel, mi montaña rusa de miedos e ilusiones, me
mataba cada cigarrillo que fumaba sin él y el tiempo se alargaba sin piedad,
convirtiendo el humo que inhalaba en lágrimas que se deslizaban por mi barbilla
siempre que lo echaba de menos. Quería encontrar en su espalda las páginas de los libros
que leería una y otra vez con las yemas de mis dedos, pero él seguía sin
llegar.
Junio pasó, julio pasó, también agosto y septiembre y
pasaba un octubre tortuoso enseñándome que el pecho izquierdo, dolerá
irremediablemente mucho más que el resto del cuerpo. Buscando paraísos en
inviernos fríos sin él. Por su culpa me había convertido en una chiquilla
ansiosa a la espera de navidad. No había
fecha pronta y mis manos seguían empeñadas en entrelazarse con las suyas y
cualquier intento de levantarme en revolución contra esto, fracasaba porque
para olvidarle debía olvidarme antes de mi.
<Un día menos> decía y le cantaba a mis
sueños canciones para consolar su ausencia en ellos. <Un día
menos> pensaba, un día menos cada día que pasaba y mientras tanto no hay
visión mas clara que el cerrar los ojos y volver a la habitación donde él y yo
en otras vidas eramos promesas sobre almohadas empapadas de sudor, donde las
distancias no nos destrozaban el corazón, donde fuimos lo que pudimos llegar a
ser. <Un día menos> él dijo sin avisar que no quedaban días por
restarle a este octubre ácido, que había llegado el 31 y que ese era el total
de meses en menos continuos que se acumulaban como trozos de vidrios debajo de
mis pies.
<Ve sola mi amor. Yo te
acompañaré> dijo. Jugaba conmigo, pensé. Ojala tuviera sus caricias esa
noche, que bonita Caracas sería con su atención, como cambiaría de gris a
posible. Debía estar jugando conmigo. <Dame la dirección> No era
consciente de mí y todo parecía moverse en cámara lenta. <Estoy
aquí, espérame.>
Había escrito tantas veces antes sobre él para que al
verlo, pudiera reconocerlo sin negar uno solo de sus cabellos. <¿Dónde
estás?> Pasó en un taxi a mi lado, sin verme. Temblaba y me parecía que el rastro de su sonrisa paría constelaciones adornando el cielo de nuestra noche. Corrí queriendo alcanzarlo <Quédate en esa esquina, no andes mas> Dije. No lo encontraba y
se hacían los minutos por donde lo buscaba, un infinito mayor a cualquier otro.
Y erase
allí una vez un sueño cumplido. Parada en la esquina, con tiempos verbales
atrapados en la garganta, en el instante que desnudaba el lugar con ganas de
hallarlo entre la multitud, en el instante en el que giré mi cuerpo buscándolo,
él detrás de mi, me encontró.
El fin del mundo se llama igual que tú.
Te amo A.N.